martes, 29 de diciembre de 2015

Legado McQueen


Desde un pequeño iceberg situado aproximadamente a ciento cincuenta millas al oeste del último poblado de Alaska oriental un anciano esquimal yupik observaba el que sería su último anochecer mientras prendía el último de sus cigarrillos, cuya primera voluta de humo se meció con la elegancia de una pluma extraviada alentada por una ráfaga de viento que ululaba en do bemol. Respiraba con dificultad y hacía ya varios años que había olvidado su nombre pero aún jugaba a recordar cómo era su rostro cuando se descubría en el agua y en aquel universo cristalino se reflejaban una sonrisa que todavía no conocía el significado de la palabra soledad y una mirada en la que bailaban unas pupilas ávidas de emociones. Ocho caladas más tarde, con el abrasador escalofrío del que se sabe satisfecho con su cometido, el anciano esquimal yupik se tumbó boca arriba con los ojos cerrados y en un idioma que solo conocía él, quizá de otros tiempos, quizá de otra alma, susurró cuatro palabras que cada persona del planeta captó con perfecta resonancia y supo interpretar sin haber escuchado jamás:

Nunca apaguen su luz.

Fue cuando el sol se fundió con el horizonte haciendo una reverencia, fue entonces, cuando se rasgó la sábana de aquel iceberg con el lamento de un violín herido, entonces, cuando todas y cada una de las moléculas de aquel anciano esquimal se convirtieron a la vez en muerte y energía sembrando aquel páramo con las semillas de la revolución, fue entonces, cuando ahí que devoró la corteza y el manto y el núcleo terrestre una horda de átomos de vida que germinaron en una magnífica secuoya que atravesó el aire como una saeta de hielo, ahí, entonces. Y cuando llegada a una altura desde la que se podían contemplar el hambre y la codicia y la mentira y la peste cabalgando en potros moribundos y desquiciados, se quiso desatomizar en partículas de arcoíris que con un mestizaje celestial se agruparon para formar una aurora boreal que encendió hasta el rincón más aislado y lúgubre del cielo, y entonces, y ahí que llegaron los diamantes de luz a trompicones, a llamaradas, incendiando las ascuas de las hogueras que habían sucumbido al frío de la noche, alrededor de las cuales se acariciaban millones de cuerpos que estaban a punto de arrodillarse y rendirse a las tinieblas.

Y cuando despertó en ellos el calor de un nuevo día, un abrasador escalofrío recorrió sus venas y se supieron satisfechos con su cometido, y se quisieron como eran, y se vivieron, y se sintieron incandescentes como una radiante pira inmortal.

Y fue ahí.
Y fue entonces.

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