lunes, 16 de marzo de 2015

Mañana será otra vida


-¿Estás jugando conmigo? -maulló Gata-.
-Claro que sí, eres mi juego favorito -ladró Perro-.
-No pretenderás que me tome eso como un cumplido.
-Lo es si añado que contigo sólo juego para ganar, mi preciosa felina.

A Perro se le aflojaban la mandíbula y el esfínter cada vez que Gata le ronroneaba.

-No soy ningún trofeo.
-¿Cómo que no? Eres el premio a toda una vida olfateando culos. Tantos rastros ahí fuera y no hay ninguno que no acabe en tu bonito trasero.
-Eres increíblemente asqueroso.
-Y tú increíblemente increíble.
-Qué tonto eres.

Gata arrugó el hocico y negó con la cabeza sin ser consciente de que también se le erizaba todo el vello corporal y sus carrillos se encendían lentamente. Levantó una de sus diminutas zarpas y acarició con suavidad los bigotes de Perro, que notó cierto bulto empezar a crecer entre sus patas.

Habían pasado un millón de años de aquel último “qué tonto eres”, y desde entonces cualquier ladrido desesperado se había convertido en rabia sin dientes. Perro se sentía como un viejo inútil masticando tiernos y jugosos cachitos de pera.

En ese tiempo fue capaz de redefinir su concepto del bien y del mal. Bien, cualquier cosa que removiera todas sus moléculas. Mal, cualquier cosa que no lo hiciera. Y probó a fundirse con otras pieles, y a despellejarse con ellas, y a derramar cada maldita gota de sudor y de saliva en ellas, y a ser un perfecto y educado hijo de la gran perra.

Qué tonto eres.

Gata le había enseñado a ser salvaje.
Perro no aprendía a lamerse las heridas.

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