lunes, 26 de mayo de 2014

Resaca erectoral

Lo peor de las resacas no son las jaquecas previas al ibuprofeno, ni el agotamiento que se cobra doce horas de sueño. Lo peor es el después de lo mejor, lo que perdura y no se cura con la química o el reseteo natural.

Lo peor es el estricto despertar. El darse cuenta de que el tiempo te adelanta por la izquierda. El dolor de las ideas. El ya no soy el que era. Y con lo que hemos sido, en otros años, en otras vidas.

Porque la resaca no quiere que sepamos, que lo único que nos separa de su lado es el inconformismo. Que nadar a contracorriente ahoga sus fuerzas, su castigo. Que nada cambiará en ese idilio si la dejamos elegir cubertería. Que sufrir un gatillazo no es más grave, que esconder el rabo entre las piernas.

Porque la resaca no quiere que sepamos, que su hambre nos quita las ganas de comer. Que París ya no es la ciudad del amor, ni Roma el destino de todo viajero que se precie. Ahora el peaje es caro para un potro moribundo, malherido y desbocado. Pero nunca sin boca.

Porque la resaca no quiere que sepamos, que lo peor de cambiar es cambiar. Aburrirse de estar aburrido. El admitir que todo va bien entre los dos, que la quieres con locura, cuando estás deseando ponerla las cuernos. Estás deseando sentirte vivo, incandescente, útil. Estás deseando morir lo más viejo que sea posible, pero joven.

Porque la resaca no quiere que sepamos, que lo peor de ese cariño es el para qué. Para qué levantar la cabeza del sofá si la tele cubre todas mis necesidades. Para qué quejarme si puedo llorar en mi coche de los lunes. Para qué salir hoy a la calle, si no se ha ganado ningún trofeo. Que piensen los demás, que yo me canso. Pero luego me atribuyo una medalla al valiente sufridor de este mundo.

Porque aún queda camino por andar. Tanto, como camino andado. Pero sólo lo andarán unos pocos.

El resto se dejará llevar por la corriente.