domingo, 12 de octubre de 2014

Defectos de fábrica


Tengo la manía de perder el sentido
si no me oriento en tus caderas.
En esa curva pronunciada hacia tu espalda
donde no hay señales que sugieran
aminorar la marcha de mis dedos.

En ese punto donde el norte pierde la fe y la cordura
y del sur brotan dos piernas
esculpidas en algún rincón del paraíso.
Que al infierno ya se van nuestros pecados
cuando me faltas.

Tengo vértigo a volar sin tu plumaje,
a los rascacielos que acarician tus tobillos,
y a las cimas
que no coronan tus pezones.

Que ser valiente no es una virtud si no es contigo.
En este páramo de corazonadas,
tu sístole es la diástole que me alimenta,
y tu lengua
un vendaval de adrenalina.

Me acojona ir a la guerra sin tus armas.
Que cualquier cama sea trinchera.
Que la paz sea un desierto
sin tu oasis.

Como si no pudiéramos desatar tormentas
con nuestras balas.

Me mata ver cómo te apagas
si algo, cualquier estúpida inquietud,
se atreve a interrumpir tu risa.

Nunca dejes que esa risa se convierta
en un sofoco.
Nunca dejes que esos labios enmudezcan
por colmarse de palabras,
o de besos alquilados.

Nunca llores.
Y si lloras, lloraré contigo,
y bañaremos el colchón en sal
y anocheceres.
En definitiva, soy imperfecto,
débil
y cobarde.
Hasta que apareces.

Es entonces cuando llegan esa lengua, y esa risa,
que lo arreglan
absolutamente todo.

miércoles, 1 de octubre de 2014

El candidato


Le plantaron un navajazo en la boca del estómago a la vuelta de la esquina, de buena mañana, sin saludar siquiera.

Y Antoñito en lo primero que pensó fue que las manchas no se irían, qué disgusto, una camisa tan bonita a la basura.

Echó a andar con una mano sobre el vientre, por si a aquello de ahí dentro le daba por salir de su embalaje. Bajo sus pies, los adoquines se bañaban en fluido carmesí.

Entró a un bar, se apoyó en la barra, pidió un café con leche. Un par de ojos aterrados atendieron su demanda. Intentó beber sacudido por temblores, pero la mayor parte del líquido no pagó el peaje. Tuvo tiempo para dejar propina.

A trompicones volvió a la calle, y a lo lejos, distinguió el edificio. De su barbilla goteaba un sudor frío. El vientre le abrasaba. Del agujero recién estrenado se escaparon varios palmos de intestinos (¿Ya os vais? Si todavía es pronto).

Niebla, tanta niebla. Tantos ojos aterrados. Tantas sombras, tantos bultos que circulan como ganado, con tanta prisa. Y él se acercaba, arrastrando sus preciosos intestinos por el suelo. Los pobres se estaban ensuciando.

Llegó a la puerta de aquel imponente edificio, pero se derrumbó antes de entrar. Oh, se está tan a gusto aquí. Sólo un rato. Aquí no quema. Aquí no duele. Los ángeles me están vigilando. Te quiero mi vida. Mañana voy.

Y cuando recordó a su hija sollozando, sucia y demacrada, preguntándole si ese día iban a comer, logró levantarse penosamente entre vómitos de sangre y bilis. Primer piso, se dijo. Los intestinos le colgaban de las manos como una ristra de salchichas.

Llamó a la puerta. Diez eternos segundos después, una corbata de lunares parlante le invitó amablemente a pasar (Espero que no me vea la mancha de la camisa).

-Perdone el retraso, había algo de tráfico. Además no sabía si venir porque no reúno todas las aptitudes que piden para el puesto, y con esto aquí colgando... -gimió, con las tripas enganchadas entre los dedos.

-No se preocupe -logró escuchar, mientras le deslumbraba una sonrisa-. Es usted el candidato perfecto.