lunes, 6 de junio de 2011

Sin acuse de recibo

Juraría que he visto más de una sobrevolando los ancianos bloques de viviendas de la capital. Si eran ellas, entonces eran muchas. Centenares de hermosas criaturas inertes pero vivas, agrupadas como una cálida pandilla de amigos que se reencuentran después de mucho tiempo. Pequeños fragmentos de puzzles a los que siempre les falta alguna pieza, aunque no por ello pierden su atractivo. Eran muchas. Y parecían empeñadas en cumplir su cometido, que no es otro que el de volar. Planear sobre nuestras cabezas con maestría, dejando tras de sí un rastro invisible de absoluta serenidad.

Y unidas. Empujadas por un deseo que quizás no se cumpla en el momento, pero que tarde o temprano acababa haciéndolo. Un día escuché a un tipo decir que aquello era magia. Delicados hechizos que, al fin y al cabo, sólo buscaban disparar el nivel de endorfinas en el mago. Pero aquí no hay ningún truco. Sólo se necesita el poder de la decisión, el aliento de un suspiro o el simple afán de protagonismo de una idea que quiere darse a conocer, pero que no puede hacerlo.

Los signos de exclamación de la felicidad, las tildes de mil y un perdones, el destierro de un te echo de menos, los puntos suspensivos de un corazón herido… Incontables pedacitos de cobardías, de temores, que buscan refugio fuera de su chistera de origen, como adolescentes enamorados que se fugan juntos. Y en el punto final de sus fenomenales acrobacias, quién sabe si las cartas sin destino, si esas pequeñas criaturas inertes pero vivas, palpitantes, logran sobrevivir lejos de sus magos.