lunes, 26 de mayo de 2008

Es cuestión de cara o cruz


Decía Javier Bardem tras la gala de los Oscar que necesitaría muchas horas y unos cuantos whiskys para asimilar el galardón recibido. Por fortuna, el cine tarde o temprano pone a cada uno en su sitio como un juez ingobernable, y el destino del actor español no podía permanecer más tiempo desligado de las butacas hollywoodienses. Todo ello gracias a los hermanos Coen, dos mentes pensantes para un único objeto, el cine de culto. No es país para viejos ha aupado a Bardem a lo más alto de la factoría por la suerte de encontrarse en el momento perfecto para aceptar el papel perfecto, ajustado a su medida, moldeado a sus facciones. Al fin y al cabo, todo es cuestión de suerte, de cara o cruz.

El film nos presenta a Anton Chigurh, un asesino ataráxico y despiadado preocupantemente bien interpretado por el flamante ganador de la estatuilla dorada. Y digo preocupantemente porque la puesta en escena es elegante, simbiótica, cuesta creer que Bardem no sea un psicokiller desalmado en sus ratos libres o que al menos lo haya practicado de pequeño mientras sus amigos jugaban al fútbol, juzgando fríamente a sus víctimas lanzando una moneda al aire. Tras él va el sheriff local metido en la piel de Tommy Lee Jones, que presenta los diálogos más profundos y moralistas de la película para ofrecer al espectador una perspectiva distinta a la de la cacería. Un maletín de dinero encontrado por Josh Brolin le convertirá en el punto de mira de Chigurh, que no descansará hasta recuperar lo que es suyo deshaciéndose de cualquiera que se interponga en su camino, moneda en mano y un mortífero compresor de aire a modo de arma homicida.
El juego del gato y el ratón pronto se convierte en algo más serio. Una trama que embelesa por el talento de sus actores, por su planteamiento más que regio y un guión puramente elitista, como si los Coen no tuvieran otra cosa que hacer que convertir las escenas en obras para la galería. Pero el cine preciosista no se sustenta únicamente de la vitalidad de sus articulaciones, necesita que éstas se muevan en equilibrio, en armonía, con facilidad para atraparnos y secuestrar nuestras miradas durante todo el metraje. Aquí cojea; el enganche es débil y la admiración por su exquisitez se va quebrantando poco a poco, derivando en un final descafeinado que deja un sabor de boca agridulce.
Es la cara y la cruz de No es país para viejos. En la balanza se miden la calidad del reparto y nuestra capacidad de aguante. Pero todo sea por ver a Bardem con sus aires de psicópata innato y por comprobar cómo a los hermanos directores les gusta alabarse a sí mismos, escribir sus poemas; lanzar su moneda y tentarnos.